U.S.A.:Cuestiones de seguridad nacional
Dejada atrás Lisboa, volamos sobre el Océano Atlántico hacia San Francisco. Tenemos dos escalas, la primera en las Islas Azores y la segunda en Boston. Unas dos horas después de nuestra salida aterrizamos en el aeropuerto de Punta Delgada, donde se nos pide bajar del avión. Cogemos nuestras cosas y en fila nos dirigimos a la sala de espera donde nos han pedido de esperar la llamada para volver a bordo. En la breve escala que duró poco menos de una hora, hemos tenido que repetir los controles de seguridad, sobre todo Stefano que, parado por la policía, ha tenido que mostrar cada pequeña cosa que llevaba en su mochila. Una vez enseñados todos los objetos y haber sido registrado a fondo, Stefano se reúne conmigo en las mesas del pequeño bar del aeropuerto donde, mientras tanto, había estado conversando con una señora portuguesa que vive en Boston desde hace muchos años, me contó que también su hijo y la esposa habían hecho la experiencia de un viaje alrededor del mundo el año pasado y que ahora se habían parado porque estaban esperando su primer hijo. El altavoz anuncia la apertura del embarque, nos dirigimos en cola para subir de nuevo al avión. Otra escala, Boston. Una vez llegados a tierra estadounidense, aferramos nuestros pasaportes y los módulos del visado que hemos rellenado a través de ESTA – Electronic System for Travel Authorization, programa que permite hacer la solicitud por internet a quienes tengan la nacionalidad de alguno de los estados elegibles, entre ellos Italia. La sala para el control de pasaportes nos confunde con mil indicaciones y mil recorridos a través de cintas de colores que deberían indicar el camino hasta el control a los viajeros. Cintas moradas, amarillas, rojas, donde clasificadores de masas con chaqueta negra dividen a las personas según la nacionalidad después de haber efectuado un primer registro en las columnas electrónicas. Nos colocamos en una fila que no era la nuestra, sino para Trusted Travellers, línea oro, de personas de confianza que pueden pasar tranquilamente.
Poco amablemente, el personal nos indica nuestro error y poco amablemente nos muestra las columnas electrónicas donde insertar el pasaporte para hacer un control self-service. Estamos detrás de la señora María, que con su cabello canoso y las gafas colgadas le cuesta entender cómo obtener el ticket de la columna. Impaciente el empleado se sitúa al lado de la señora María, hablándole un italiano mecánico le enseña en modo brusco cómo debe hacer y hace por ella el trámite, le pone el ticket en su pasaporte y se lo entrega. Lástima que la señora María, a pesar del nombre, no es italiana sino portuguesa. De la cola de las columnas nos desplazamos a la cola para el control de la policía aeroportuaria. Detrás de su escritorio, el agente Kenneth, un afro-americano delgado, de unos 40 años, con rostro estirado y muy severo, nos mira como con la intención de atemorizarnos, con los ojos desconfiados y el ceño fruncido, toma de repente nuestros pasaportes, los abre, los dobla, los golpea contra el mostrador. Inicia el interrogatorio. Mientras los televisores encima de nuestras cabezas muestran mensajes sobre la seguridad del país e imágenes de policías sonrientes que amablemente responden a las preguntas curiosas de los niños que preguntan por qué hacen tantas preguntas, Kenneth nos mira fijamente a los ojos y no sonríe nunca. Gruñe. Preguntas secas y directas, al estilo del sargento Hartman de La Chaqueta Metálica pero con menos palabrotas. Cabeza rapada, piel oscura, mandíbula prominente. Preguntas simples del tipo: “¿Cómo te llamas?”, “¿Motivo del viaje?”, “¿Duración de la estancia en los Estados Unidos?” parecen difíciles y sin respuesta. El modo de analizar las palabras y de examinar nuestras caras del agente Kenneth nos hacen sentir como fugitivos que esconden algún tráfico ilícito. ¿Por qué habéis estado en el sur de Sudán? ¿Túnez? ¿Marruecos? Pregunta apuntando con la lengua el paladar. Mareados, confusos, nos sentimos como dentro de una película. Respondemos un poco titubeantes: “cómo me llamo, (bueno… no sé, todos nos llaman Stefano y Daniela), Amigos, (quien nosotros, no ninguno..) Cuándo nos vamos (quizás el 22, no el 23, pero ¿de dónde?). Sudorosos y con el pulso más acelerado que en el examen de Selectividad, al final pasamos “el examen”. Con suficiencia, Kenneth, sella y firma los pasaportes, haciéndonos gestos de que nos vayamos simplemente levantando las cejas con aire desafiante, como diciendo, esta vez lo habéis conseguido pero la próxima… Primera prueba en Estados Unidos superada. Cuestiones de seguridad nacional. Ahora tenemos que encontrar la puerta de embarque para San Francisco. Nos perdemos en los largos pasillos siguiendo las indicaciones de uno y otro pasajero que ha querido explicarnos cómo llegar. Llegamos después de varias vueltas. Tomamos un respiro. Quisiéramos meter algo en el estómago mientras esperamos el vuelo pero miramos a nuestro alrededor y nos quedamos helados con los precios: compramos sólo una botella de agua, medio litro, 6 dólares, y ya comeremos en el avión, pensamos. Ya es tarde, tomamos el vuelo para San Francisco por las últimas 6 horas que nos separan de nuestro destino final. Una vez a bordo nos maravillamos de disponer de una minipantalla por persona y elegimos la película para ver durante el vuelo: “Selma” una película sobre Martin Luther King. No nos habíamos dado cuenta que al lado de la pequeña pantalla estaba la fisura para insertar la tarjeta de crédito: si quieres ver una película o un espectáculo pagas, al igual que se paga para tener la cena a bordo. Apagado el video y escondido el apetito cerramos los ojos y nos dormimos cansados para reabrirlos solamente cuando aterrizamos, por fin, en San Francisco.