Camboya, una tierra en silencio
Silencio. Un Buda de oro brilla ante mí en el silencio del templo. Me siento cómodamente para admirarlo. Es pequeño, 40-50 cm quizás, pequeñísimo en comparación a todos los Budas vistos hasta ahora, de hasta 10 metros de altura. Estoy inmerso en la oscuridad, el aire está viciado pero perfuma a incienso. Sobre mi cabeza, a 5-6 m de altura, un pequeño agujero en lo alto de la aguja permite que penetren algunos rayos de sol. Me siento sobre las frías y polvorientas piedras milenarias para admirar este dulce, simple y plácido Buda, en silencio, él desde siempre, sometido a la contemplación, yo por pocos minutos, en estática ysilenciosa admiración.
Después de haber lenta y fatigosamente recorrido los últimos escalones que me llevan a lo alto del Bayon, en el conjunto de Angkor Thom, sin aliento, consigo milagrosamente encontrarme solo en contacto con el Buda, un milagro, en los tiempos del turismo de masa. Estamos en Angkor, cerca de Siem Reap, al norte de Camboya, probablemente el más importante y visitado sito arqueológico de todo el sudeste asiático. Tiziano Terzani, conocedor y amante de este país y de estos templos, describía Angkor como: “… uno de los pocos, extraordinarios lugares del mundo ante los cuales uno se siente orgulloso de ser miembro de la raza humana; uno de esos sitios donde la grandeza está en cada piedra, en cada árbol, en cada bocanada de aire que se respira.”
A pesar del flujo turístico excesivo y desordenado de Angkor, es imposible no estar de acuerdo con Terzani. Si es cierto que Camboya es una tierra que ha regalado a la humanidad fascinantes ejemplos arquitectónicos y de ingeniería, este pequeño país, también ha proporcionado dramáticos ejemplos de donde puede empujarnos el abismo humano, pero siempre en silencio. Antes, el silencio de quien se escondía de las bombas americanas lanzadas sobre los bosques y campos de arroz en la frontera con Vietnam, después el silencio de quien sabía que hablar significaba morir bajo el terrorífico régimen de los khmer rojos. En la actualidad, Camboya, no se encuentra bajo los reflectores de los grandes medios de comunicación mundial, continúa el silencio de los khmer, el silencio de quien sabe que una élite de cleptómanos está vendiendo millares de hectáreas de este país maravilloso, fértil y exuberante.
La tierra y el agua de los khmer están desde siempre en el centro de las vicisitudes del país, un país pequeño pero rico en estos recursos naturales preciosos y por lo tanto perfecto para cultivar arroz, alimento vital aquí en el sudeste asiático. En el apogeo del imperio Khmer (entre los siglos XI y XII) miles de súbditos de los reyes-dioses, a veces hindúes y a veces budistas, movieron toneladas de tierra para cavar zanjas de hasta 190m de ancho y más de 1km de largo, así como canales para inundarlas de agua, dando a los templos protección y una atmósfera encantada.
Tierra en conflicto la camboyana, que situada entre el poderoso imperio Siamés (más o menos la actual Tailandia) al oeste y la gran nación vietnamita, más grande y numerosa, a oriente, sobrevive a la opresión regional “gracias” a la intervención de los colonizadores franceses que la transforman en protectorado hasta 1953, año de la independencia camboyana
Tierra fértil la camboyana, vista desde lo alto de un templo budista colocado en la cima de una colina en los alrededores de Battambang. Una llanura verde esmeralda surcada por carreteras recorridas por ruidosos scooters, destartalados coches, desvencijados autobuses y pestosos camiones directos a Phnom Penh. Un infinito campo verde donde crece el mejor arroz del país, pero aquí tampoco faltan las huellas del horror y una simple gruta se revela como la tumba de miles de camboyanos exterminados sin motivo por los khmer rojos.
Tierra
aun impregnada de sangre, como en ChoeungEk, uno de los miles de campos de exterminio donde entre el 17 de abril 1975 y el 9 de enero 1979 encontraron la muerte más de 2 millones de camboyanos de una población total de 7 millones. Un camboyano de 3 no vio el final del régimen de los khmer rojos, los demás debieron ajustar cuentas con una de las peores tragedias del siglo XX y reconstruir el país. Una tierra que sigue vomitando huesos y trozos de ropa, 300 campos de exterminio esparcidos por todo el país con el objetivo de realizar la más radical y rápida revolución comunista de la historia: borrar la historia, la cultura, la religión de un país entero eliminando físicamente adversarios políticos, intelectuales, religiosos y todos aquellos que sabían leer y escribir considerados exponentes de una civilización corrupta y decadente. Debían sobrevivir sólo los campesinos, que eran el verdadero pueblo khmer portador de los antiguos valores de igualdad y sencillez, el lema era:”Para arrancar las malas hierbas hay que eliminar las raíces”. Así acabaron en los campos de exterminio familias enteras, millones de personas inocentes, culpables sólo de ser diferentes de cómo los líderes khmer rojos querían ver al pueblo camboyano y por ello marcados como enemigos. Además de eliminar físicamente a un tercio de la población, el plan de los khmer rojos preveía la eliminación de las clases sociales, del dinero, de la propiedad privada y hasta de la familia como institución. De hecho, nadie estaba autorizado a cocinar y comer en casa con la propia familia, el partido había decidido que todos debían comer juntos en los comedores populares.
Además, los líderes khmer rojos veían los centros urbanos como peligrosos focos de insurgencia y lugares de corrupción, por lo que, pocas horas después de haber “liberado” Phnom Penh del gobierno golpista de Lon Nol, evacuaron a miles de personas de la ciudad para mandarlos a trabajar colectivamente en los campos de arroz o a excavar canales de riego. Todas las ciudades fueron vaciadas en pocos días, dejando en los centros urbanos sólo a la población obrera necesaria para hacer funcionar las pocas fábricas del país y, por supuesto, los dirigentes del partido, la policía y el ejército.
Uno de los lugares clave para entender el delirio de la ideología comunista camboyana es la prisión de Tuol Sleng, una ex escuela transformada en centro de detención y tortura de los khmer rojos y ahora museo de la memoria para no olvidar el horror del sueño loco de crear de cero un hombre nuevo. Recorriendo las vacías salas, dejadas tal como las encontraron los liberadores vietnamitas, es difícil no dejarse llevar por la tristeza: leer las historias de quien murió en Tuol Sleng hace estremecer, oír los testimonios de quien sobrevivió es una experiencia desgarradora. Los pocos que salieron vivos del centro de tortura llegaron a sentirse culpables y a preguntarse por qué justo ellos pudieron salvarse, incrédulos y traumatizados por lo que habían visto: arrestos arbitrarios basados en falsas confesionesobtenidas con tortura, privación de comida, de agua y de sueño, centenares de personas en cada habitación con una lata para hacer sus necesidades, latigazos y golpes de todo tipo, uñas arrancadas, inmersión en agua hasta el ahogamiento, descargas eléctricas en la zona genital. Los prisioneros eran obligados a dar falsas confesiones que servían para justificar su asesinato y reforzar la idea que las decisiones del partido Ang Kar (literalmente, la gran organización) eran ecuas y justas. La desesperación era tal que muchos torturados intentaban el suicidio prendiéndose fuego o cortándose las venas con plumas estilográficas o cucharas rotas. A veces los prisioneros eran usados como donantes de sangre, quitándoles toda la sangre del cuerpo aún estando vivos y causándoles la muerte inmediata. Peor suerte corrían las mujeres que eran violadas por grupos de hasta 10 personas y torturadas por chicos de 13-14 años que, tras ser adoctrinados eran encargados de hacer funcionar esta máquina asesina. Altamente burocratizada, la máquina de los khmer rojostenía un sistema en el que cada uno cumplía su deber pero no se sentía responsable de las consecuencias y los millones de muertos causados. De nuevo, tristemente, la escalofriante banalidad del mal.
Todas las personas arrestadas y después asesinadas eran fotografiadas y registradas con todos sus datos personales. Sus fotos, ahora colgadas en algunas salas del museo, hacen estremecer. Se lee la falta de esperanza, la desesperación resignada en los ojos de estas personas que sabía ya, en su interior, como acabarían. Algunas mujeres, jóvenes, aparecen en las fotografías con recién nacidos en brazos, también ellos llevados al campo de exterminio de Coeung Ek donde eran golpeados violentamente contra el tronco de los árboles antes de ser arrojados con sus madres en las fosas comunes.
La tierra grita venganza. Han pasado 36 años desde el fin del régimen de los khmer rojos. El país ha vivido la dominación vietnamita, después la autoridad transitoria de las Naciones Unidas, la cual en 2 años tendría que haber puesto en pie un país que salía de 20 años de guerra. El experimento de las Naciones Unidas ha conseguido sólo una mínima parte y el trabajo de centenares de ong, que desde los años 90 a hoy han gestionado miles de millones de dólares de ayuda a Camboya, ha contribuido sólo de modo marginal a levantar el país de su pobreza. ¿Por qué? No podemos decir el porqué pero la sensación es que ha faltado un verdadero proceso de reconciliación, nadie ha admitido sus culpas, nadie ha pedido disculpas por los millones de muertos. El proceso a los 5 líderes khmer rojos aun vivos inició en 2007, de los 5, Ieng Sary murió durante el proceso, 3 fueron condenados a la cadena perpetua y Ieng Thirith, esposa de Ieng Sary, fue liberada en 2012. Pol Pot, el gran líder del partido comunista camboyano murió en su cama en 1998 sin haber cumplido ni un día de prisión.
Además de la falta de un proceso de reconciliación y justicia, Camboya sufre también una alta tasa de corrupción (el 156 de 175 países según la organización TransparencyInternational) y una élite política económica que se instaló en el poder en los años 80 y que gestiona el país como su feudo familiar, explotando las reservas de gas, petróleo, mineras y forestales y malvendiendo enormes parcelas de tierra a grandes empresas transnacionales. Este mecanismo de distribución de la tierra, enmascarado bajo el nombre de EconomicLand Concession es en realidad un modo refinado de malvender las riquezas del país sin tener en consideración las necesidades de los campesinos camboyanos, que desde siempre son la columna vertebral del país y lo nutren cultivando arroz , fruta y verdura. Las concesiones de tierra para el desarrollo de actividades agro-industriales se concentran en la producción de goma, azúcar, papel y aceite de palma: todos productos industriales que no contribuyen a mejorar la soberanía alimentaria del país y sustraen tierras a los pequeños campesinos.
El gobierno, incapaz de crear las condiciones necesarias para sostener la pequeña agricultura campesina y familiar, social y ecológicamente más sensata, prefiere dividir su territorio en miles de parcelas para malvenderlas al mejor postor, a menudo de modo poco transparente y corrupto. Otro efecto de este sistema de asignación de tierras es la erradicación de miles de personas de sus tierras: entre 2000 y 2014 al menos 500.000 personas han sido expulsadas de sus tierras, casi siempre sin tener siquiera el derecho a un mínimo resarcimiento ya que no poseían un regular certificado de propiedad.
Camboya, su tierra y su gente, nos dejan un recuerdo indeleble de gente cordial y sonriente, antiguos templos majestuosos e imponentes, una naturaleza poderosa, verde y exuberante. Al mismo tiempo nos quedan en los ojos y la mente los relatos de los horrores de los tiempos más oscuros del régimen khmer rojo, de las bombas americanas y de los millones de vidas truncadas en nombre de un sueño delirante pero lúcido y despiadado. Nos vamos con algunas dudas respecto al futuro de este espléndido país, dudas generadas por la falta de justicia a las víctimas y reconciliación entre víctimas y verdugos, y también por la prepotencia y corrupción de la actual clase dirigente que está desmembrando el país y reprimiendo la disensión interna. Esperemos que con el tiempo se aprenda a tener más respeto por la tierra y la gente que allí vive alegremente para no caer más en el silencio.