El camino hasta Kolkata
Caminar por la ruidosa y traficada pero colorida Kolkata, un tiempo conocida como Calcuta, es como hacer un viaje hacia atrás en el tiempo. Tomamos aire y contenemos la respiración antes de sumergirnos en las caóticas calles de la ciudad donde se nada entre miles de personas que invaden las aceras y donde se esquivan taxis, coches y motocicletas que pasan el tiempo a base de bocinazos. Largas brazadas buceando para alcanzar la meta deseada. Para observar hay que pararse a tomar un poco de aire y entonces nos damos cuenta de las miles de caras que nos rodean. Hombres en camiseta y lungi que revolotean para llamar la atención de los pasantes y ofrecerles un paseo en rickshaw, conducido a mano; otros hombres que arreglan sus puestos de frutas, dulces, samosa, cigarros, a lo largo de la acera obstaculizando el paso; mujeres vestidas con ropas multicolores que intentan atravesar la calle, ancianos, niños e inválidos en el suelo que nos tienden la mano. Tenemos la sensación de que la gente vive su día en las calles. Se encuentran, toman el té sentados en taburetes de plástico en medio de la acera, se lavan los platos, la ropa e incluso a los niños usando el agua de la calle, se echan un sueñecito sobre un cartón a la sombra. El ruido, el amontonamiento y el hedor de las montañas de basura acumulada en las calles hacen que sólo desees tomar aliento y seguir buceando. ¿En qué año estamos? No puede ser en 2015.
Pensaba que era difícil sentir estas sensaciones después de varios años trabajando en África y 7 meses de viaje, durante los cuales hemos visitado 18 países y hemos conocido personas extraordinarias que han compartido con nosotros sus historias de lucha y esperanza. De San Francisco a San Cristóbal de las Casas, de Quito a Hanga Roa, de Phon Pehn a Kolkata la historia se repite. Parece imposible que en países tan lejanos, donde se hablan diferentes idiomas y se visten con ropas diversas, las personas afrontan los mismos problemas y sin embargo no lo es. En San Cristóbal de las Casas, María acoge adolescentes embarazadas que llaman a su puerta para recibir apoyo tras las violencias sufridas. Las acompaña durante el embarazo y en la difícil inserción en la comunidad donde no se quiere volver a causa de la vergüenza por los abusos sufridos a mano de los mismos familiares. En Chile, Miriam y Mafalda trabajan al lado de otras mujeres de las comunidades indígenas rurales para que puedan trabajar y asegurarse del cuidado de sus propios hijos y por tanto superar todas las discriminaciones que deben soportar como mujeres y como indígenas. En Phon Penh y Hun acogen a chicas capturadas por traficantes de personas en un lugar seguro donde pueden estudiar y aprender una profesión, recomenzar por tanto, dejando atrás el peligro de la explotación sexual.
En Nexquipayac, Méjico, Felipe nos acoge en su sencilla casa donde compartimos con él y el resto del grupo del FPDT (Frente Popular de la Defensa de la Tierra) las buenísimas judías y las calientes quesadillas preparadas por su mujer. Felipe ha pasado los últimos 4 años en prisión por haber defendido la tierra de su comunidad contra la expropiación forzosa impuesta por el gobierno para construir un nuevo aeropuerto. Una comunidad que vive de la agricultura y tiene una tradición campesina. La tierra. Un recurso fundamental por el que Vanessa y la granja comunitaria de Gill Tract (Gill Tract Community Farm) están luchando en Berkeley, California, respondiendo con la realización de un huerto urbano, donde no crecen sólo tomates y lechugas sino que cultivan también amistades y oportunidades para algunos de los muchos inmigrantes que llegan a la ciudad. Una lucha dura como la de Carmen y Carlos en Ecuador, que se oponen a proyectos de explotación de los recursos mineros que comprometen el equilibrio del ecosistema y contaminan las faldas acuíferas. Proyectos que empujarían a las comunidades quechuas a dejar sus campos y trasladarse a la ciudad para ganarse la vida vendiendo caramelos y tabaco a los turistas y posando para fotos “folclóricas”. Grandes obras y privatización que amenazan la calidad de las aguas como aquellos por los que luchan Tomás y Sara en Santiago de Chile y han combatido y rechazado hace algunos años en Cochabamba, Bolivia, Oscar y los demás miembros del movimiento de la Coordinadora, una organización popular en defensa del agua y de la vida. Hemos pasado unos días en la selva Lacandona en compañía de las comunidades zapatistas donde siempre hay un sitio para todos, bajo una cabaña de madera no muy grande y al calor de una taza de café para tomar en compañía sentados en la orilla del río. Comunidades pequeñas, unidas, donde viven todos juntos y donde la mayor parte de los meses del año no se vive con dinero que sirve sólo cuando se reabren las escuelas, para la ropa y los libros de los niños.
En estos 7 meses hemos tenido la suerte de tener compañeros de viaje que nos han hecho abrir los ojos sobre lo cerca que estamos unos de otros, sobre cómo sufrimiento y desigualdad, que creíamos superados en muchas partes del planeta, en realidad están todavía golpeando a mujeres y personas vulnerables. Hemos abierto los ojos y también un poco el corazón, sobre cómo aún queda mucho camino por hacer para vivir en un mundo más justo y ecuo. Nuestros compañeros de viaje son personas que han elegido empeñarse y defender las propias raíces, la propia tierra, los propios recursos. Son personas que han vivido en primera persona, sobre su piel, abusos injustificables, violencias terribles e injusticias tremendas.
Y ahora La India. Aquí encontraremos una asociación de mujeres dalit. Los dalit son los “intocables”, o sea, las personas que en el sistema de castas no pertenecen a ninguna de las cuatro castas principales. A pesar de que la constitución hindú de 1950 haya abolido oficialmente la intocabilidad y el sistema de castas, miles de personas viven todavía al margen de la sociedad desempeñando los trabajos más denigrantes (excavar tumbas, limpiar letrinas, despellejar y eliminar animales muertos) por un puñado de rupias al día. Muchas niñas dalit empiezan a prostituirse con 6-8 años y según fuentes oficiales cada año son violadas más de 200 mujeres dalit, de edades entre 6 y 70 años. El 83% de las mujeres dalit no acaba los estudios primarios y en familia son las últimas en comer: si la comida no basta para todos son ellas las que se quedan en ayuno.
Mientras se mira, se huele y se oye todo esto, la tentación de volver a bucear siguiendo nuestro camino sin mirar, oler ni oír es fuerte. Pero llegados a este punto no podemos porque es también muy potente la fuerza que nos pide que paremos y nos abramos al diálogo, a la escucha y al encuentro. La corriente de la vida y del viaje empuja hacia nosotros a nadadores fuertes que nos quieren contar sus historias nadando por un tiempo a nuestro lado y con los cuales continuamos este precioso viaje al descubrimiento de un océano de sufrimiento pero también de fuerza, coraje y esperanza.
Lungi: rectángulo de tela, normalmente de algodón, usado por los hombres hindúes para taparse las piernas. Suele ser muy colorido y apto para otros usos.
Samosa: rollito de masa, normalmente triangular, relleno de patatas, verduras o carne, típica comida de calle originaria de La India.