Lucho, el barbero de Tulum

Lucho, el barbero de Tulum

Pasa un perro negro, pulgoso, flaco, bajo el brillante pelaje despuntan los huesos puntiagudos. Un viandante desgarbado y con bigotes habla con Lucho y su cliente de productos afrodisíacos, aparentemente milagrosos para estimular la virilidad masculina. El cliente escucha, fingiendo interés. En realidad no tiene elección, ya que las expertas manos de Lucho, que manejan tijeras y maquinilla, son también muy lentas. Lucho es un barbero, un barbero barato que trabaja en la peluquería que lleva su nombre, un cuarto pequeñísimo en una polvorienta calle lateral de Tulum, con las paredes cubiertas de fotos históricas y los habituales carteles bromistas que divierten a clientes nuevos y viejos. Se lee: “ Se dará fiado sólo a los mayores de 95 años acompañados por sus padres y abuelos” o : “ A los enchufes de alto mando de Jorge Bergoglio no se dará fiado”.

Estamos en Tulum desde hace unos días, una pequeña ciudad mejicana de la Riviera Maya, en el estado de Quintana Roo en la región de Yucatán meridional. Tulum está a unos 3km del mar y se ha extendido a lo largo de la traficada carretera que une Belice a los famosísimos centros turísticos de Cancún y Playa del Carmen. Estamos en la costa caribeña de Méjico, una tierra maravillosa rica de cenotes: enormes grutas circulares que se abren en el bosque, puertas a un mundo subterráneo acuático y encantado, casi lunar, sin peces pero rico en asombrosas estalactitas, estalagmitas y columnas calcáreas. Estoy esperando mi turno en una soleada, calurosa y húmeda tarde de mayo. Lucho trabaja muy lentamente, al ritmo de las olas del Mar Caribe, a sólo dos km de aquí. Bigotudos y gordos mejicanos y madres que acompañan a sus hijos a jugar al fútbol pasan en coche, motocicletas pestosas y ruidosas a una velocidad de 20km/h,  los autobuses que llevan trabajadores a los hoteles de Playa del Carmen pasan cada 10 minutos gritando la destinación.

No muy lejos, las fantásticas playas blancas de Méjico, cerradas entre verdes palmeras y el mar turquesa de mil matices. Un mar, sin embargo, que este año, debido a las temperaturas excesivamente altas, está sufriendo y por esto suda algas marrones que invaden la orilla y crean una barrera de 30-40 centímetros que los bañistas deben pasar antes de sumergirse en las cálidas y cristalinas aguas caribeñas.

Las nubes corren veloces en el cielo de Méjico y corren hacia el ocaso, el perro negro vuelve, siguiendo mujeres bajas y gordas en pantalones cortos que pasan arrastrando las chanclas por el asfalto, un grupo de niños y niñas, riendo, pasan en bici yendo hacia casa. Un viejo escarabajo negro, pintado a mano, polvoriento reposa cansado bajo los rayos del sol mejicano. Lucho sigue su con su lento y preciso corte, tiene una bata negra, descolorida y con algún agujero, remendado por su mujer por varios sitios. La bata cubre un cuerpo delgado, casi consumado, también por la edad que seguramente supera los 60 años. Piernas delgadas pero estables que soportan su danza alrededor de la cabeza del cliente.

Estoy un poco harto de esperar, me pierdo fantaseando sobre la historia antigua de esta ciudad, una de las pocas donde se pueden admirar ruinas Mayas a la orilla del mar. Los Mayas, una población indomable, culta y avanzada en muchos campos: desde la astronomía a las matemáticas pero sobre todo que sabía y sabe, vivir y prosperar tanto en las tupidas selvas entre Méjico y Guatemala como en las alturas de la sierra Madre de Chiapas, tanto en el llano y verde Yucatán donde practicaban ricos comercios marítimos con las poblaciones del norte y del sur, hasta las costas de Honduras.

Por fin, Lucho hace pagar al cliente anterior y me hace señas de acomodarme, entro en el cuarto pequeñísimo y me siento en el sillón, bastante cómodo pero gastado y roto por muchos sitios, Descubro una pared que desde fuera no se veía, una pared cubierta de diplomas conseguidos por haber hecho cursos de actualización para barberos, un caparazón de tortuga y también un atrapasueños de los nativos americanos que separa la parte delantera de la trastienda, probablemente la casa de Lucho. Veo también un pequeño poema anti-alcohol que se titula “Testamento de un alcohólico”, leer esas frases me lleva a la compleja situación mejicana, donde las franjas más pobres de la población a menudo caen en el alcoholismo y las drogas, a las que a veces sigue una recuperación que pasa por los encuentros de Alcohólicos Anónimos o por las nuevas sectas religiosas que, además del soporte para salir de las tóxicodependencias, ofrecen también la esperanza en un futuro mejor a través de la religión.

La maquinilla de Lucho se mueve lenta sobre mi cráneo y me da tiempo a explorar con la mirada las interesantes y coloridas paredes de la peluquería que además de imágenes religiosas acogen también las eternas fotos de “Che” Guevara y Emiliano Zapata, gran héroe de la revolución mejicana de 1910.

Lucho ha terminado, me miro en el espejo y moto algún mechón que despunta, pienso que de todos modos lo acabaré en casa, quizás con la ayuda de Daniela. Entre espera y corte me he quedado aquí casi una hora, el sol anaranjado está empezando a colorear de dulzura las polvorientas calles de Tulum. Pago y me voy, satisfecho, más que por el corte por esta ocasión de observar alguna escena de un día cualquiera en esta vivaz localidad mejicana, una tarde que llevaré siempre conmigo, un dulce recuerdo de una dulce cotidianidad. Tulum es también esto, Tulum sabe a tequila y cerveza Sol, a picnic en la playa de ruidosas familias mejicanas, a maíz hervido con mayonesa, queso y guindilla, sabe a tortillas y quesadillas, sabe a aguacate y limón, a sal y sol, pero sobre todo Tulum sabe a vida, a simplicidad y cálidas sonrisas de los caribeños, como Lucho, que me agradece por haberlo elegido como barbero, no sabe sin embargo lo afortunado que yo me considero por la tarde que he pasado, irrepetiblemente simple, dulcemente única, mágicamente inolvidable, puro Méjico.

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